Rissig Licha

MIAMI—No lo entiendo. Nunca lo he entendido. Quizás nunca podré llegar a entenderlo. Es inexplicable. Inconcebible. Inaceptable. Poco importa si es la muletilla que alguno emplea, para concitar la conmiseración del extraño o el estupor de su benefactor. Igual da. Ni uno, ni lo otro le hace más entendible. Más cada día parece que, irremediablemente, suma más víctimas. Si ello de por sí es malsano peor resulta que muchos de estos descalabrados siquiera se dan cuenta qué implica su condición. Viven al margen de su realidad. Desconectados de la cotidianidad. Desolados. Desamparados. Y, todo por ser aburridos.

Unos se quejan de estarlo. Otros de serlo. Muchos, ni siquiera logran articular una explicación. Pocos, si quiera lo intentan. Unos fracasan por abandono. Otros, optan por contarnos cuentos que, pese a todos los malabares que emplean, resultan incoloros, inconvenientes y, sobre todo, increíbles. Son infumables. Irremediables. A decir verdad, no podían ser otra cosa pues no hay peor cuentista que aquél que es aburrido—ya sea por confesión o por convicción.

Aun así algunos aburridos confesos llegan a ser hasta Presidentes. Ese es el caso de Fernando. Un incoloro cordobés. Intendente austral. Un candidato que lo único radical que tenía en su hoja pública era su afiliación a la Unión Cívica y que, en su afán por quitarle la banda presidencial al peronismo para así suceder al más histriónico de todos los argentinos, el emblemático mendocino de Carlos Menem, trató de explicarle, al gran pueblo argentino, a través de un spot de propaganda electoral por qué debían elegir a un aburrido. Alucinante.

“Dicen que soy aburrido, será porque no manejo Ferraris. Será para los que se divierten mientras hay pobreza, será para quienes se divierten mientras hay desocupación, para quienes se divierten con la impunidad. ¿Es divertida la desigualdad de la justicia, es divertido que nos asalten y nos maten en las calles, es divertida la falta de educación? Yo voy a terminar con esta fiesta para unos pocos. Voy a construir una Argentina distinta que va a educar a nuestros hijos, va a proteger a la familia, va a encarcelar a los corruptos. Y al que no le gusta, que se vaya. No quiero un pueblo sufriendo mientras algunos pocos se divierten. Quiero un país alegre, quiero un pueblo feliz”, confesaba De la Rúa al electorado.

No fue ni casual, ni accidental. Formaba parte del plan de campaña de un “brain trust”, compuesto por Ramiro Agulla, Carlos Souto, Miguel Sal, Luis Stuhlman y el legendario David Ratto, encabezado por Antolín, el primogénito del candidato mejor conocido por haber sido pareja de Shakira antes de que ésta votara por el Barça y, de rebote, anotara con Piqué, para llevar un aburrido a la Casa Rosada.

La clave de la estrategia de la campaña la daba Agulla al ser entrevistado por La Nación poco después de la elección. “No hay nada más aburrido que un domingo de lluvia, sin fútbol y con De la Rúa como presidente. Hay que convencer a la gente no de que De la Rúa se puede parecer al excéntrico de Menem, sino de que la Argentina se tiene que parecer a De la Rúa”. O sea, había que convencer a los argentinos de que el mejor futuro para la nación no era otra cosa que convertir a la patria de San Martín en un país de aburridos, para aburridos y gobernado por el Gran Aburrido. ¡Qué aburrido! Aun así, gano. Un pueblo aburrido con los excesos peronistas optó por el aburrido.

Apenas dos años más tarde, tras el secuestro del patrimonio particular depositado en la banca nacional, el aburrido artífice de “El Corralito” abandonaba el Palacio, dando paso al triste pero entretenido espectáculo del paso, nada más ni menos, que cinco sucesores al mando del gobierno argentino en menos de dos semanas—proceso que culminó con la entrada en escena del gestor del hasta hoy gobernante Kirchnerismo.

El enaltecimiento del aburrimiento para beneficio electoral es una cosa. Su glorificación como estilo de vida, otra. En clave política, las urnas siempre sirven para frenar cualquier desmán. Más difícil resulta que la sociedad soporte a un aburrido. Cabe entonces que nos preguntemos por qué nos rodean tantos aburridos.

Lejos de ser una pregunta al Sol es una inquietud real de alguien que nunca, en todos mis años, ha tenido la necesidad de balbucear, en búsqueda de la compasión ajena, dos fatídica palabras: “Estoy aburrido”.

Conturba escuchar, tanto al chaval como al abuelo, proclamar con resignación, decepción y desesperación esa frase. Decepciona ver con qué facilidad dan las espaldas a un amplio abanico de haciendas seductoras del intelecto de la humanidad desde fecha inmemorial.

Varían los nombres. No importan las edades. Suman muchos adeptos. Mientras, corren despavoridos a refugiarse en el reino de las tabletas y los clics—los antídotos de una sociedad en la que impera el espectáculo, la adoración de la gratuidad y el irrespeto a la propiedad intelectual—pues es un anti aburrimiento instantáneo. Una solución a mano. Rápida. Fácil. Poco les importa si es, en efecto, un sustitutivo con menor valor nutritivo intelectual que otras opciones.

Admirar un paisaje. Caminar por calles y callejuelas urbanas. Explorar veredas y caminos rurales. Deleitarse con flora y fauna. Leer un libro. Estudiar una obra de arte. Meditar. Escuchar una pieza musical. Disfrutar de un film. Preparar un manjar culinario. Degustar un buen vino. Saborear un gran caldo. Practicar un deporte. Investigar un tema. Descifrar un juego de palabras. Escribir lo que piensa. Contar lo que ve. Apreciar una buena peña.

No son pocas, ni son todas. Compañeras, tanto de sala como de vagamundeo. Confidentes de vivencias. Curas naturales y seguras para el estatus de todo aquél que, como De la Rúa, confiesa ser aburrido o, peor aún, admite con su lamento estar aburrido. Gracias a ellas nunca me he aburrido. Educan. Edifican. Entretienen. Por lo que si, después de leer este breve relato, te encuentras aburrido, aunque no lo entienda, lo lamento.