Rissig Licha

SANTO DOMINGO— Es tan recurrente como la salida del Sol por el Este. Está en la mente de todos. A flor de labios de muchos. Pocos son los que—siguiendo la Ley del Cafetín—meten mano. De hecho, son más los que le sacan el cuerpo cuán si fuera un muerto. Pero no lo está. Está vivito y coleando. No hay una conversación casual, formal, académica, profesional o social en la que más temprano que tarde aflore y, a partir de ese momento, domine la tertulia pues su presencia nos asfixia. Máximo cuando no parece haber antídoto alguno para el virus de la intromisión que afecta a todas las sociedades del planeta.

No da tregua. Lee los correos. Escucha las llamadas. Filma el recorrido. Usurpa la identidad. Desvalija las cuentas. Invade la privacidad. Conoce tanto los gustos como los disgustos, así como las preferencias y hasta las indiferencias. Escamotea desde la sombra de la clandestinidad como desde la torre del capital y, para nuestro asombro, hasta desde la cumbre de la oficialidad, tanto lo nuestro como lo ajeno. No se le escapa ni un monje de clausura.

Todo está en juego. Todo es público. Salvo nuestro pensamiento y, si los ingeniosos de la robótica se salen con la suya, hasta eso quedará al destape pues en la era digital estamos en cueros y, asombrosamente, cuán si fuera un baile de tubo en un centro de alterne delirantemente aplaudimos su performance ante los acordes no de la guitarra de Paco de Lucía sino de los algoritmos del día que son, en definitiva, los que tecnológicamente siguen nuestros pasos.

Holmes, ni Poirot, ni la Pantera Rosada ni siquiera la KGB, la CIA o la Stasi han sido tan eficaces en lograr su objetivo: “saber todo lo que hay que saber sobre todo aquél sobre el cual nos importa saberlo todo”. Ese, sin embargo, es el nuevo Estado sin Fronteras que, ni en sus más lúcidas elucubraciones, pudo haberse imaginado George Orwell en su 1984. Una generación tras esa fecha está entre nosotros. Omnipresente. Todopoderoso.

Es el sabueso tecnológico por excelencia. Un rastreador de las huellas que dejas en tu paso por la Red. Vía tu Smartphone. Twitter. Facebook. Google. YouTube. Y es que en el imperio digital no hay Tierra Santa ni Ciudad Prohibida. Si ya habíamos advertido que cualquiera con uno de esos teléfonos que suelen ser más inteligentes que la mayoría de sus dueños puede fotografiar, filmar, grabar y, además, diseminar el más íntimo de nuestros actos eliminando toda privacidad y, por supuesto, anonimato; ahora, además, tenemos que preocuparnos por el hecho de que sin siquiera descifrar el significado de una palabra en código 3-D—Tora, Tora, Tora—estamos siendo atacados por un dron.

La triste realidad es que vivimos con el culo al aire y poco importa si nos interesa ser discretos o no pues ello es algo casi imposible. La privacidad ha muerto. Hoy impera, gracias al fontanero digital, el destape. Estamos Cara al Sol y poco nos vale que proclamemos que, ¡No Pasarán!, pues tanto la izquierda radical, como la moderada, la derecha radical, como la medida, sin obviar el centro ni tampoco todo poder autoritario, tienen las manos limpias. Todos, en mayor o menor escala, se meten en nuestras vidas y mancillan nuestra privacidad.

Aprueban o decretan estatutos dizque para proteger derechos de autor, combatir la piratería y proteger la seguridad nacional pero poca cuenta se dan y, poco parece interesarle, que vía esas medidas se están cargando los derechos a la intimidad de todos, incluyendo aquéllos a los que ellos mismos son acreedores.

Mientras tanto, la masa del lumpemproletariado del Siglo XXI en clave digital aplaude y hasta llega a imaginarse con gran deseo y mayor entusiasmo un affaire con un robot, el mismo que nos encuera a diario para que el Hermano Mayor pueda ejercer mayor control sobre nuestras vidas. Por ello, cuando me encuero ni si quiera se me atora proclamar como Marco Antonio, el embajador del romanticismo y no el emperador romano: “Que murmuren…No me importan lo que digan, ni lo que piense la gente”.