Rissig Licha

MIAMI—Vivimos en un mundo de marcas. Hay para todos los gustos. Lujo. Estatus. Temporada. Follón. Algunas son de larga data. Otras apenas llegan. Unas son conocidas. Otras no. Pocas tienen mística. Muy pocas se convierten en objetos de culto. No todas las hacemos nuestras. Todas buscan, primero, atención. Luego, aceptación. Unas pocas logran ser compañeras de ruta. Ninguna sobrevive nuestra decepción. No hay una que sobreviva sin la atención y el cuido de quién la creo. Por ello, desconcierta el grado de indiferencia y abyecto desdén con el que algunas marcas acometen su relacionamiento con el consumidor.

No obstante, en esta sociedad en la que reina la obsolescencia, gobierna el desecho, impera el afán de la actualización y campean por su respeto los Hermanos Mayores—Google, Facebook, Twitter y tantos otros de menor cuantía pero igual avidez—capaces de detectar los gustos, disgustos, expectativas y anhelos para, con ello, descifrar el patrón de consumo y, consecuentemente predecir, tal como Pavlov preveía el accionar de su perro, nuestra conducta en el mercado, se está perdiendo el respecto, cuido y rigor de la tradicional relación entre empresa, marca y consumidor que tenía como objetivo central la lealtad del comprador.

La verdad es que hoy, el servicio al cliente que, en muchos casos, era lo que, además de las bondades del propio producto, servía para fortalecer la fidelidad del consumidor no es lo que solía ser—quizás porque hoy se valora más lo que está por venir que lo que tenemos. Y, como, al fin de cuentas, nuestro periodo de atención cada día se achica más y nuestra capacidad de valoración está condicionada por la necesidad de aceptar la retahíla de innovaciones ad infinitum que nos imponen las nuevas tecnologías, poco vale apegarse a cualquier cosa.

Esa parece ser la nueva filosofía de marca que está de boga. Y no hace falta hacer un extenso estudio cualitativo sobre la conducta del consumidor en el mercado ni siquiera un análisis de los algoritmos que posee el Hermano Mayor para conocer más sobre éste fenómeno. A mí me bastó con una visita a Dadeland en busca de unas bocinas para mi iPod Classic, fiel reproductor de música que bien ha servido mis necesidades desde que dejara atrás la victrola, la vellonera, el Hi Fi, la casetera y todos los demás aparatos que le pusieron música a mi vida desde que dejara de tararear en la cuna.

Consciente de que la empresa de Jobs en tiempos de Cook inclementemente retiró del mercado el 9S de 2014—trece años tras su lanzamiento—el iPod Classic para hacerle espacio al iPhone 6, me dirigí a la tienda de la propia empresa en el centro comercial de Miami. Era lógico pensar que si en algún sitio iba a ser posible encontrar unos altavoces para poder escuchar la música que había grabado en mi dispositivo el mejor lugar para ello no era otro que la propia empresa que lo creó. Dicho de otra forma iba al Vaticano para confirmar mi fe en el catolicismo.

Caminé toda la tienda. Nananina. No había ni una sola bocina que pudiera acoplarse a mi iPod Classic. Todas las que tenían en existencia eran para la tecnología inalámbrica Bluetooth que no formaba parte del protocolo tecnológico de mi dispositivo. Ante esa realidad, llamé a uno de los dependientes.

“Amigo, tengo un iPod Classic. Sé que ustedes ya lo descontinuaron. Mas estoy buscando unas bocinas para poder escuchar la música que tengo grabada. Lo único que diviso son equipos Bluetooth que, como usted sabe, no funcionan con el iPod Classic. ¿Tiene alguno que me sirva?”, fue como comencé mi interpelación con el que tenía un job representando, valga la repetición, la empresa que creó Jobs.

“Fíjese. No. No tenemos”, fue la escueta respuesta del muchachón mirándome con una cara de asombro que dejaba entrever su pensar, cómo es posible que con tantas nuevas innovaciones por escoger estuviera este señor insistiendo en una tecnología que—si bien le había servido muy bien al precio de la acción de la manzana de Cupertino—hoy sólo era un referente de lo retrógrado, desfasado. El Vaticano mismo y no un califa en ciernes era el que estaba ante mis propios ojos renegando al cristianismo.

Poco le importaba al mandulete que quien le estaba preguntando sobre las bocinas era un fiel, satisfecho y entusiasta iPod Clasista. Menos le interesaba entender cómo ello era beneficioso para su marca institucional. Me quedaba claro de que para este manzanero era más expedito tirar lo viejo y abrazar lo nuevo. Así, todos nos actualizamos. Tampoco le preocupaba que su comportamiento desmarcaba la marca.

Por consiguiente, lo que compré como un iPod Classic de Apple gracias al olvido institucional impuesto por Cook y articulado por el dependiente de Dadeland, se había transfigurado en el iPod Classic huérfano, desheredada por su progenitor.

¿Cuándo le llegará su turno al iPhone? Parece que es cuestión de tiempo. Quizás para ese momento Cook o, si para ese día éste también haya sido retirado, su sucesor haya ya cambiado la marca institucional a Apfel que nos parecería más apropiado pues en el alemán de Alzheimer es la palabra que en el inglés de Jobs es Apple, la misma que hoy, para mi decepción, sólo me recuerda, más que una manzana mordida por aquellos que adoran su tecnología, una poma podrida por el manejo de su propio cultivador. Y, todo porque Apple desheredó a todos los iPod Clasistas.