RISSIG LICHA

MIAMI—No podemos pensar porque es una herejía para los dogmáticos. No podemos disentir, so pena de ser desleal. No podemos expresar lo que pensamos, ni siquiera para explicar por qué disentimos, porque algunos lo consideran ofensivo y otros, de seguro, lo han de caracterizar de subversivo. No podemos. Y todo, porque en este mundo, que ha civilizado la humanidad y, que hoy abraza la robótica como la solución mágica para todo, todavía algunas costumbres siguen incólumes—tan enquistadas como el Peñón de Gibraltar en la boca del Mediterráneo—como la intolerancia que se perpetúa en nuestra sociedad.

No podemos rezar en paz porque un fundamentalista le declaró la guerra a todo infiel que no comulgue como él. No podemos despotricar contra el gasto excesivo del Estado y el crecimiento ad infinitum del asistencialismo porque hacerlo es no ser solidario con el desvalido. No podemos, desde la derecha, hablar del Estado del bienestar porque nos tildan hipócrita. No podemos, desde la izquierda, hablar de la necesidad de crear riquezas porque nos pintan de burgués. No podemos, desde el centro, criticar a la derecha y a la izquierda, porque nos tildan de intolerantes. No podemos hacer un piropo porque, de seguro, alguien habrá de calificarnos de sexistas. No podemos.

No podemos estar en contra de lo uno porque no aprobemos de todo lo que otro plantea. Se puede estar en contra y, al mismo tiempo, a favor. Todo es cuestión de grados—quizás porque no todo es blanco y negro, sino un tanto grisáceo aunque no necesariamente un opresivo gris con 50 tonalidades que azoten nuestro intelecto. No podemos celebrar la pluralidad porque algunos no solo prefieran la homogeneidad sino que insistan en imponer, a capa y espada, su pensar.

No podemos seguir menospreciando a unos en favor de valorizar a otros ni imponer a la fuerza la ley de la obsolescencia a todo aquello que queremos descartar porque no concuerda con aquello que queremos exaltar. Pese a ello, reconozco que estamos siendo victimizados por una obsolescencia que nos sofoca por el raudo y veloz afán de algunos por ser modernos, ser diferentes aunque, a la postre, incomode a los presentes aquello de ser diferente.

No podemos, en favor del modernismo, echar al basurero nuestras tradiciones, costumbres y aquello que bien nos ha servido. No podemos y, sin embargo, vemos cómo sucede. Ya nadie se llama José. Pocas se llaman María. Ahora, impera Yadiel y reina Yudelis. Lo mismo pasa con la tecnología. El Fax ya no copia. No hace falta un localizador, ni siquiera una llamada. Preferimos un SMS.
Costumbres, tradiciones y dispositivos, que una vez considerábamos esenciales, resultan como también sucede con principios y valores, como la ética y la moral, ser pasajeros deambulando en la mar de la intolerancia. Muestras abundan. Los manjares de la nona los desintegró el microondas. El iPod Classic, cuán manzana pasada de tiempo para algunos, se nos pudrió. Y, hasta la socialización en persona ha dado pie a la desolación socializada que hoy nos permite la Red.

Si hablamos de la familia nuclear, detonamos una bomba social y nos tildan de estar en contra de las familias no tradicionales. Si defendemos la libertad de expresión nos recuerdan que sólo existe para aquéllos con acceso a los medios como si por hablar de ello liberaran los medios que ellos mismos controlan. Y, peor aún, al defender estos valores tradicionales nos tildan de retrógradas. Nuestro codicia por perpetuar el modernismo ad infinitum sentencia todo lo que creamos y, peor aún, la descalificación de todo lo que fue, creímos o pensamos y, para colmo, hasta lo que expresamos.

Por eso, no podemos permitir que descartemos lo que fue porque nos es moderno y ya no es; ni lo que pensamos porque otro no lo piense, ni lo que expresamos porque a alguien no le plazca. No podemos seguir así. La intolerancia, más allá que al gluten y la láctea, por aquello que fue o lo que queremos ser, es el mayor mal al que nos enfrentamos todos los que valoramos nuestras libertades por lo que solo vamos a efectivamente combatir la intolerancia a través de tolerancia pues si algo no podemos ser es intolerantes.