Rissig Licha

MIAMI—Todo hoy es una marca. En consecuencia de ello, nos topamos con marcas para todos los gustos y para todas las gestiones. Hay marcas a título personal. Marcas para la ciudad. El país. La empresa. El producto. La organización. En fin, hay marcas para todo. Unas son centenarias. General Electric. Crayola. IBM. Ford. Otras ni siquiera son adolescentes. Facebook. Twitter. YouTube. Instagram. Algunas ya no están con nosotros. Kodak. Concorde. Pan AM. BlockBuster. Las marcas marcan tanto que ahora todo tiene que tener una marca. Si no tienes una marca eres un donnadie. Por ello, para terror de todos, hasta el terror fundamentalista tiene su marca: el Estado Islámico.

No crean que es un chiste de mal gusto. No. Ni tampoco una ingeniosa invención. No, en este mundo en el que coexiste el capitalismo de estado con el capitalismo popular—dos marcas para manipular la opinión que, tanto los de izquierda como los de derecha, tiene del mismo ismo—lo que no tiene marca pasa inadvertido, razón por la cual no me causó tanto empacho escuchar a un analista del sector político-militar referirse a la marca Estado Islámico.

El contexto en el que el analista hablaba del tema tenía que ver con la masacre del Museo del Bardo en Túnez—que nadie debe de confundir con una oferta de otra marca de moda, iTunes—por el cual Estado Islámico reclamó su autoría y la reticencia de la administración Obama en reconocer como propiedad intelectual del califato en ciernes que intenta crear el cartel de terrorismo yihadista que día tras día comete atrocidades que dejan a todos boquiabiertos.

“Independientemente al hecho de que, en definitiva, sea el Estado Islámico el responsable por esta barbarie el hecho de que públicamente hayan reclamado su autoría es, por sí sólo, un plus para su marca pues le ayuda en el esfuerzo de reclutamiento de nuevos adeptos a su causa, especialmente, más allá de los arenales del desértico hábitat del fundamentalismo más radical en la faz de la tierra”. Palabra más, palabra menos, eso era lo que quería comunicar el analista.

Traducido al mundo de las marcas más tradicionales el analista quería decir que “Independientemente que Goya haya sido la que proporcionó las fabes para la deliciosa fabada—por la que se conoce Asturias, la misma que con Cantabria siempre se ha ufanado de que todo los demás eran tierras conquistadas—si el granero hispano reclamaba su auditoría, entonces por extensión fortalecía su eslogan de…si es Goya…tiene que ser bueno”.

El que hayamos llegado a ese punto de abstracción para darle características de bueno al malévolo complot terrorista es algo que sólo puede entenderse en el criterio de aquél que se creyó el cuento de que existe un mundo real y otro, el que nos provee la Red, virtual. Anverso. Reverso. Ying. Yang. Bueno. Malo.

Desgraciadamente aquél que piensa así es el mismo que en medio de la Segunda Guerra Mundial hablaba de las bondades del aparato de producción que armó Albert Speer para uno de los fundamentalistas más asesinos en la historia de la humanidad y, de seguro, mostraba como evidencia la creación del carro del pueblo que todos conocemos por la marca Volkswagen.

Pensar así es pensar en que toda la propaganda es buena. Todas las marcas son buenas. Y toda la propaganda de marcas es buena. Difiero. La propaganda suele presentar sólo aquello que más incite la pasión de la masa y silenciar todo aquello que puede llegar a cuestionar su valía. Por eso, Helene Bertha Amalie Riefenstahl, que todos conocemos bajo la marca Leni Riefenstahl, nunca filmó una cinta de las atrocidades de Auschwitz para la marca Nazi. Mas, en esta era digital, no hay empacho alguno de hablar de la marca Estado Islámico con ello confirmando de que en esta época de marca y más marcas, ni el mal se escapa. Por eso, no se olviden de que hay marcas y ¡Ay, marcas!