Rissig Licha

SANTO DOMINGO—Cada día brota una nueva pesadilla. Cada noche se apaga otra ilusión. Lejos de avanzar, retrocede. La fibra social se deshilacha Gasta sinfín. Debe más de lo que tiene. Nadie le presta. Pocos le creen. Muchos le temen—no por su Fortaleza, sino por el riesgo de contagio que presagia su anunciado desfalco. Como la guagua de Juan Luis, va en reversa. El pueblo no sabe qué hacer. Cada día le piden más sacrificios. La decepción de algunos y la desesperación de otros provoca un ¡Basta ya!, que lastimosamente desemboca en la partida de miles de un país sin salida que se hunde en medio del mar. Puerto Rico es, sin ambivalencias, una pesadilla. Y, ahora para colmo desde el Palacio de Catalina, Alejandro García Padilla, amenaza con obligar por decreto lo que no logra convencer con argumento cargándose, de paso, la Constitución para gobernar por imposición y, sin reparo alguno, de aplicarle la inquisición a todo detractor.

Además, para asegurarse de que nadie pudiera hacerse el chivo y alegar que desconocía del golpe de estado a la constitucionalidad que estaba próximo a perpetuarse, entró al hemiciclo de Puerta de Tierra como Terrero entró a las Cortes en la Carrera de San Jerónimo. A tiro limpio. A plena luz del día y frente a las cámaras de televisión. Ignorarlo. Imposible. Era más que el plato principal. Era el plato único con el que pretendía alimentar la expectativa de qué iba a hacer ahora que el IVA no iba a estar en el menú de manutención de un Estado fallido.

En ese escenario iba a pronunciar un inusual Mensaje de Estado que superó las expectativas. Resultaba ser otra cosa. El Mensaje fue claro. Pero de Estado tenía poco. No llegaba a esa calificación ni por aproximación. Fue de trinchera. García Padilla se presentó a Puerta de Tierra a echarle tierra y, alguna que otra basura más, a todos los que habían expresado su desafección con la propuesta de implantar un nefario impuesto que había logrado el repudio de más del 80 por ciento del pueblo y de muchos de su propio Partido Popular Democrático (PPD) que, como consecuencia de, éste y muchos otros desaciertos, había dejado de ser tan popular y, a todas luces, particularmente tras el Mensaje, menos democrático.

En el mensaje acusaba a todos los gobiernos anteriores, en particular a los que había encabezado el partido opositor, el Nuevo Progresista (PNP), por la deuda acumulada—que sobrepasa los $73 mil millones de dólares—que nadie sabe cómo pagar. Pero si de algo no se le puede acusar es de haber sido un Mensaje parcial. De hecho, el Gobernador fue hasta ecuánime en el empleo de una retórica acusatoria de todos los que se habían osado a disentir de la ruta trazada por los apparatchiks fiscales de la KPMG—que había retenido in pectore con más recelo que la KGB, para mantener al pueblo en ascuas sobre cómo iba a paliar la crisis.

En su discurso vapuleaba al PNP mas no se olvidaba de los suyos. No, el de rojo había traído regalos para todos. Ninguneaba al presidente del Senado Eduardo Bhatia, así como a la Alcaldesa de San Juan, Carmen Acevedo y, de paso, tildaba de traidores a los seis legisladores de su partido que sumaron votos con la oposición para que, apenas horas antes de su alocución, quedara desinflada, como un suflé mal habido, la impopular propuesta que García Padilla había cacareado a diestra y siniestra a través de una campaña de medios que le costó al contribuyente boricua más de un millón de dólares sin siquiera hacer mella en la férrea oposición popular a la iniciativa.

Mencionaba en dos ocasiones la palabra consenso. Pero ese no era el eje central de mensaje. No. Lejos de ser un llamado a la concordia y a la unidad de esfuerzos para sacar al pueblo de un laberinto que nunca imaginó uno, que ni siquiera el gran Borges hubiera podido avizorar, la principal idea era otra. Arrinconar, amenazar, amansar y si llegase a ser necesario, ajusticiar a los de su partido y advertirle al pueblo que aunque no le gustara el remedio iba a consumir IVA por ojo, boca y nariz. Y, punto.

El discurso tenía varias lecturas algunas más aparentes que otras, entre éstas, una nueva obra pública. No lo había dicho a las claras, pero en más de una de las sombras de Grey de su enunciación, no dejaba margen para dudas. El Estado había creado un depósito. Era lo que faltaba. Aunque no resultaba ser lo que todos esperaban. No era un depósito para saciar el apetito de los fondos buitres que desde Wall Street esperaban la llegada de más cacao. No era depósito para una emergencia. No, García Padilla, le agenciaba Al País de Cuatro Pisos de González un sótano.

Pocos presagiaban cuál podía ser el uso que se le pretendía dar al sótano. Nadie habría de adivinar que menos de veinticuatro horas después de descifrarse que, en efecto, el país contaba con una bóveda, que ésta iba a sumar sus primeros inquilinos. No se trataba de unos okupas. No. Era el grupo de los seis traidores–Carlos Vargas, Luisa ‘Piti’ Gándara, Luis Vega Ramos, Ángel Matos, Manuel Natal y Luis Raúl Torres, cuyos votos sellaron la suerte del IVA en la votación que le cayó como un balde de agua fría al morador de Santa Catalina—que a partir de ese momento habrían de conocerse como el Grupo de los Seis Chorreaos.

El sótano no era una celda de concentración. De la noche a la mañana se transfiguraba en mazmorra. La cimitarra alejandrina en mano del presidente de la Cámara de Representantes, Jaime Perelló, de un solo golpe de sable decapitaba de las cabeceras de sus comisiones legislativas a los traidores. Un ajusticiamiento más al estilo yihadista del Estado Islámico que al de El Verdugo de Berlanga. Todo en clave Popular. Todo por traicionar al Gobernador y no al pueblo que les eligió.

Si bien las amenazas de García Padilla resultaban ser, además de la orden del día, el leitmotiv del Mensaje, las ejecuciones daban cuenta del otro Mensaje que resumía una corta frase que ponía al descubierto el maquiavélico plan diseñado desde el bunker de guerra de La Fortaleza que algunos GPS localizaban en el Jardín Hundido de Santa Catalina: “si no logramos el consenso aquí, tomaré todas las acciones que mis poderes constitucionales me permitan sin la intervención legislativa”. Traducción, si no hacen lo que digo, lo dicto por decreto.

Más claro, ni las aguas de los Baños de Coamo. Cargarse a seis representantes era un mero tráiler anunciando el largometraje que Santa Catalina Films había filmado—una versión del siglo XXI del clásico de José Luis Cuerda, La lengua de las mariposas, en la que quedaba claro cuál iba a ser la suerte de aquellos que disienten de la línea oficial de los que ocupan el Poder. Con ello, se cargaba algo más que seis representantes. Se cargaba la Constitución del Estado Libre Asociado poniendo en peligro las libertades individuales que garantiza la Magna Carta de la Isla que en una época llegó a conocerse por su encanto.

A la postre, lo que verdaderamente había puesto en entredicho García Padilla en su diatriba no era más que el derecho de todo ciudadano, en una democracia representativa, a disentir, a no estar de acuerdo, a expresar un punto de vista diferente que es, sin ambivalencias, la esencia de lo que es un régimen democrático. Un derecho que, con la Constitución como guía, es fundamental para regentear el sagrado balance que permite proteger a unos y a otros de cualquier intentona oficialista de abusar sus poderes.

De ese derecho emanan las libertades más básicas—de pensamiento, expresión, prensa, voto, culto, preferencia sexual y movilidad. Ausente éstas, amén de un marco de respeto al pluralismo y a la diversidad, la guagua insular va en reversa camino al autoritarismo de Estado. Por ello, las amenazas de García Padilla, lejos de ser nada más que una rabieta de un líder despechado, no deben ni pueden pasar desadvertidas por un pueblo que no le votó para que les asfixie todas sus libertades.

Por ello, no debe leerse el discurso de García Padilla como otro más de esos muchos que el entorno político emplea a diario. De esos tantos que hasta el más apolítico logra detectar por la usanza de un léxico preñado de palabras huecas, promesas vanas y eslóganes cachondos en el empleo de una lengua que, sin lugar a dudas, no pasa de ser de espectáculo—a veces delirante, en otra desesperante y en casi todas frustrante para un electorado que ya no les cree. Dicen una cosa, hacen otra. O no dicen lo que van a hacer porque ello les puede comprometer. Expelen espuma. Sin sustancia.

Si de algo no se puede acusar al discurso de García Padilla es de haber carecido de sustancia. Hombre, no era de la talla de Churchill—pero después de todo si algo dejaba claro es que Garcia Padilla, al fin de cuentas, no es un estadista sino un gobernante más. El mensaje tenía sustancia de sobra. El problema es que la sustancia era tóxica. Máximo cuando el blanco en la diana del cazador oficialista no era más que la Constitución. No se trataba de otra puja más ni de un Juego de Tronos, era algo más serio, un proyecto oficialista que pone en juego las libertades de todo un pueblo, en particular, la de hacer sentir su peso para, entre otras, proteger sus pocos pesos. Para muestras, el Grupo de los Seis Chorreao. Por ello, no se sorprenda si la rogativa popular que ha de recorrer las vetustas y adoquinadas callejuelas de la ciudad amurallada corea al unísono un sonoro canto con el objetivo de hacer temblar La Fortaleza y pedir que respeten sus derechos y : ¡Liberen a los Seis Chorreaos!