Rissig Licha
Posted: 18 Aug 2013 09:07 AM PDT

SAMANÁ—El pasar del tiempo permite reflexionar sobre lo que ha pasado, lo que no ha pasado, lo apreciado, lo despreciado, lo obviado, lo odiado y, en algunos casos, hasta aquello que hemos olvidado. Faculta recordar todo aquello que, más que aflorarnos la nostalgia y sumirnos en melancolía, da rienda suelta a volver a vivir en otros tiempos y, desde otra perspectiva, aquellas vivencias que nutren la memoria. En ese recorrido es cuando nos damos cuenta de cuánta más importancia tiene aquello que lo otro de todo lo que ha quedado atrás, entre ello, aquello que consideramos una pérdida por sus implicaciones para el futuro y que, por las circunstancias de la vida actual, parece presagiar que nunca más habremos de contar y disfrutar como resulta con algo de gran importancia individual: la privacidad.

Con ello confirmamos, una vez más, que estamos en la era de la civilización del espectáculo en la que el cotilleo supera en valoración aquello que debía ser motivo de atención y, además, satisface el apetito por el morbo de una nueva generación de enchufados digitales que, desgraciadamente, no parecen preocupados, como el affaire Snowden ha graficado, por el hecho de que ya no tenemos privacidad. La apocalíptica predicción que Orwell hiciera en su 1984 es hoy, tristemente, una realidad. El Hermano Mayor está presente en todo—en la calle, en nuestro correo, en nuestros celulares—escuchando y observándolo todo y exponiéndonos a un destape por imposición de lo más íntimo de nuestras vidas.

Nadie parece ver las implicaciones de la intromisión cuya misión aún está por definirse pero que, si el 1984 de Orwell atina, ha de convertirnos en peones de un Estado totalitario, deshumanizado y absorbente en el que estaremos despojados del último reducto de nuestra esencia individual que es nuestra libertad. ¿Puede tenerse libertad si estamos vigilados como párvulos en una guardería 24/7? No, claro que no, pero muchos, por no decir todos prefieren obviar las implicaciones de la presencia e inherencia del Hermano Mayor en nuestras vidas por una taquilla a estar conectados, enchufados dizque para expresar nuestro pensar de forma libre, sin filtros.

Estamos construyendo un gulag tecnológico que a prima vista luce tal si fuera el Nirvana—una especie de estado de liberación del sufrimiento y de renacimiento que rescata a la humanidad del abismo—mas cuando nos acercarnos más a la realidad virtual que ha posibilitado la Red nos damos cuenta que el Hermano Mayor es, en efecto un Frankenstein digital, carente de moral, capaz de aplastar el más sagrado de los reductos de nuestra propia identidad. Todo vale, nada se escapa de su alcance y nadie, o quizás pocos, muestran inconformidad, temor o peligro ante una amenaza de características nunca antes vista desde que Trucutú abandonó su caverna.

Nuestra individualidad, nuestro pensar, nuestro propio ser está en peligro y, sin embargo, seguimos aceptando que lean nuestros correos, escuchen nuestras llamadas, rastreen nuestros listados de amistades, preferencias, gustos y pensamientos. ¿Qué nos queda? Nada, pues la suma de todo ello da un solo saldo: nuestro pensar. Y todo por la satisfacción de ser un digerati, de haber trascendido el modernismo, de estar conectados aunque ello implique estar controlados por un ente que, en el mejor de los casos es amoral y, en consecuencia de ello, es susceptible a ser el artífice de un totalitarismo que como el que Orwell en 1984 fue capaz de presagiar. En definitiva, lo que está en juego no es nuestra conexión al ciberespacio sino nuestras libertades individuales. Y, si el precio de estar enchufado es perder nuestra libertad, prefiero estar desconectado. Por ello, precisamente, por lo que está en juego, no nos enredemos, en la Red la privacidad importa más de lo que le parece importar a muchos.