RISSIG LICHA

MIAMI—Cada día, uno a uno, crece la población de la República de la Lejanía un Estado en ciernes, sin Rey o Califa, Presidente o siquiera un Cacique incipiente, al que se suman los desarraigados del lar patrio que vagamundean—por voluntad, fuerza o imposición—por senderos recién conocidos, en busca de un puerto de acogida que le sirva de cobija con el afán de que algún día le pueda llegar a llamar hogar al nuevo asiento que escogió para su aposento. Lleva su valija colmada de vivencias y, en su neceser, se asoma atomizada su nostalgia. El rostro devela el estado de confusión que proyecta, cara a cara la gran masa que, en su conjunto, es el quinto país más populoso del mundo, con más de 230 millones de seres.

Tristeza. Pérdida. Desconcierto. Anticipación. Esperanza. Con ello pagaron el coste del billete de salida todos los que, visados por el nomadismo, integran la Diáspora Internacional. Muchos viajan por curiosidad. Algunos van en plan de conquista. Otros saltan por decreto. Y, tantos otros salen porque no tienen otra salida. Cada uno tiene su razón. Todos se van sin sazón. Van en busca. Unos de asilo. Otros de respiro. Algunos tras fortuna. Aunque, tantos más ni siquiera saben a qué van. Así recorre el mundo la creciente caravana de migrantes.

Se van, pero no se van. Mantienen sus vínculos con aquellos que dejaron atrás vía WhatsApp, Skype, Facebook, Twitter, YouTube y hasta Instagram. Aromatizan sus fogones con las esencias del adobo patrio. Celebran sus fiestas en tierras ajenas. Cantan las tonadillas de la música autóctona. Bailan sevillanas, sambas, plenas, salsas, boleros y hasta hip hop. Hablan en lenguas. Y, hasta crean nuevas lenguas—como el Spanglish, el Patois o el Portuñol—con más trascendencia que el Esperanto y mayor permanencia que el Latin pero sin la riqueza de la lengua materna.

Extrañan el café de la serranía. Los aires de barlovento. El perfume de la gardenia. El trino del ruiseñor. La sombra del guayacán. La flor del Flamboyán. El canto del coquí. El néctar de la guanábana. El aroma del cañaveral. El vaivén de las olas. La sudada calidez del humedal. La frescura de la quebrada. Los adoquines de la vieja ciudad. Estampas de álbum. Selfies mentales que ocupan la hemeroteca particular de todo aquél que partió.

Cuán si fuera una planta cada cual pretende enraizarse no por aquello de poseer sino para poder llegar a llamar algo suyo. Alguno se asienta, pero no a consciencia. A la postre, ni uno ni el otro se siente bien aquí, ni tampoco allá, pues no llega a ser de aquí y ya dejó de ser de allá. ¿Qué es? Mucho. Y nada. Un cuerpo que deambula por el nuevo mundo de su suerte sin la suerte de sentirse parte de éste y consciente, además, de que ya tampoco se siente parte de aquél mundo que dejó atrás ni siquiera cuando regresa por aquello de rememorar. Dejo de ser para ser y ya no es lo que fue, ni tampoco sabe quién es y, sin un GPS, siquiera tendría claro a dónde está.

Triste suerte la del nómada que va por el mundo dando tumbos, sin rumbo, arropado de recuerdos del sedentarismo patrio que ya dejó atrás y cesó de ser realidad y, hoy no es más que un espejismo de un pasado recorrido que quedó trunco al cortarse el cordón umbilical del migrante errante, tanto aquél que confundió los molinos con gigantes, como el que creyó en la Atlántida, El Dorado y la Fuente de la Juventud. Solo le queda soñar en el día en que deje de ser ni de aquí, ni de allá para esperar que, al menos, en el más allá puede dar con su nuevo hogar. Ese día el nómada sin banderas podrá exclamar en paz: Mi casa está dónde estoy.