RISSIG LICHA
MIAMI—Algunas se han ido. Otras quedan mas no están. Pocas nunca se fueron. Tantas otras siguen estando. Todas, las de allá o acá y, hasta aquellas del más allá, permanecen en el corazón de cada alma al que—a partir de la costilla de Adán—dieran aliento, energía, razón que, al fin, han servido de sustento para toda una humanidad que pese a fronteras, poco importa si naturales, artificiales, existenciales o linguales, hoy hace un alto para celebrar la fecunda obra de aquélla que nos permitió mamar nutrición, sabiduría y cultura a cambio, muchas veces de nada, o hasta de la simple complacencia de que le deleitáramos al pronunciar apenas dos sílabas que, en un principio, hasta trabajo nos costó gorgoritear.

Si titiritábamos de madrugada, tan pronto se daba cuenta, nos arropaba y, en un santiamén, el abrigo de su piel servía de rompeolas de la gélida corriente que invadía nuestro litoral. Si, por el contrario, nos sofocaba el calor sus manos convertidas en manantial apagaban el ardor que nos consumía. Cuando teníamos hambre el pezón de su teta era todo un manjar. Si teníamos sueño no había mejor hamaca ni mecedora que sus brazos de terciopelo. En noches de pesadillas no había mejor puerto para pasar la tormenta que su hospitalario regazo. Y, cuando nos aquejaba alguna tempestad de salud no había mejor bálsamo que uno de sus caldos.

Nos enseñó más que lo que fue capaz la biblioteca alejandrina. Amén, de Google y Wikipedia. No buscaba ni almacenaba información como una abeja la colmena. Repartía sabiduría. Aleccionaba con su ejemplo. Compartía conocimientos. Contaba la herencia oral. Distinguía el bien y el mal. Servía de guía. En los momentos en que más perdidos estábamos era la luz que nos sacaba de la oscuridad. Era Ley y Orden. Y lejos de encarcelar, solía aconsejar que la libertad no era libertinaje. Jamás siquiera insinúo privar de autonomía, ni un solo día, a aquel que quería ver volar libre de censura para su buenaventura y particular contentura.

Hoy, nos dicen por decreto, por supuesto, que es día de homenaje colectivo de todas las que, como ella, entregaron todo a cambio de nada, como si el reconocimiento de una simple jornada fuere, por sí sola, suficiente para saldar una deuda de vida. Como si un refrigerador, otra braga o un sostén y quizás hasta cualquier plasma de pared fuera justa recompensa por todo su quehacer. Mayor desmadre, ¡Imposible! En consecuencia de ello y, en rechazo y rebeldía por tan vil imposición prefiero en vez, tal como suelo hacer todo día, tomarme una infusión de un simple Té quiero en su honor pues todos los días son el Día de la Madre.