RISSIG LICHA

Posted: 26 Nov 2013 11:49 AM PST

MIAMI—Los medios atraviesan por su más severa crisis de identidad desde que Gutenberg revolucionó el mundo editorial. Unos por no saber el papel que deben encarnar en un entorno cada día más digital y otros porque los poderes periodísticos del siglo XXI, como Víctor Frankenstein, han creado un monstruo en su afán por atraer una mayor audiencia o, como suelen hoy referirse a ello en la Red, un mayor número de seguidores. Ese esfuerzo, en vez de enaltecer una noble profesión está caricaturizándola a través de la farandulización editorial de sus contenidos. Y, lo peor del caso es, que el mal está, cuán si fuera un virus pandémico, esparciéndose por doquier.

Lo vemos a diario en cada entrega de las noticias que los canales de televisión suelen intercalar entre pautas publicitarias, culebrones, uno que otro largometraje y un frenesí de telerrealidades. No importa la denominación de origen del plató de procedencia de la transmisión en cuestión. Da lo mismo que sea una señal de la España de Cervantes, la Inglaterra de Shakespeare, los Estados Unidos de América de Poe o el Perú de Vargas Llosa, porque en el periodismo de hoy todo da lo mismo. No hay rigor, ni por el contenido, ni pudor alguno por su presentación.

Ya no hay periodistas televisivos como Walter Cronkite quién insistía en que “en la búsqueda de la verdad hay que tomar en cuenta todos los puntos de vista sobre aquello que reportamos”. Hoy, solo basta con presentar tal y como suele suceder en todos y cada uno de los segmentos de noticias el “show”, como suelen referirse a él los propios presentadores de las noticias valorando más con quién se está acostando Justin Bieber que cuánto le está costando a la economía norteamericana el fallido Obamacare.

El estado de situación del periodismo graficado por la preponderancia del apetito sexual de Bieber por sobre el aparatoso desastre del Obamacare no debe extrañarnos. En la trashumancia del periodismo de ayer personificado por Cronkite al periodismo de los popes de la televisión digital de hoy sale a relucir, fuera de toda duda, que lo que se ha degradado es, precisamente, el periodismo. Cronkite, compañero de correrías del gran periodista puertorriqueños Miguel Ángel Santín durante la Segunda Guerra Mundial, tenía, al igual que el inigualable autor de Trasfondo, tinta en las venas y, ambos, se habían consagrado en el sacerdocio del periodismo. Uno en la TV y el otro en la gráfica.

Los de hoy, que ahora se hacen llamar presentadores de los noticiarios y no periodistas televisivos son poco más que animadores de las telerrealidades cotidianas de una sociedad que valora más el espectáculo que cuál es la perspectiva de los expertos sobre un tema que forme parte de la agenda de discusión nacional. Las noticias particularmente en la televisión han pasado del conocimiento al entretenimiento. Y la audiencia cuán obediente como el perro de Pavlov solo tiene que escuchar el tema musical que acompaña cada noticiero para salivar en anticipación de la dosis de obviedades, sandeces y trivialidades que constituye el grueso de la dieta del precocinado, tal cual fuera un “TV dinner”, que nutre y alimenta cada transmisión.

En España, tal como lo cuenta Joaquín Sabina, un maestro en el uso del lenguaje, destacado en “En TV nos están matando la lengua“, un Apunte de Propaganda de principios del año 2013, sobre una entrevista que le hiciera el periodista de TVE Juan Manuel Lucas, también se cuecen habas.

Sabina, en su inigualable estilo, le indicó a Lucas que como no tenía buena voz, ni era buen músico por ello se preocupaba por el buen uso de la lengua, “pulo las letras porque el idioma es sagrado…no tengo patria ni bandera…mi patria y mi bandera es mi lengua…hay que tratarlo como una gardenia…no se puede jugar con la lengua…”.

Lucas, quien suele ser muy agudo en sus entrevista, insiste en que Sabina, que es un reconocido irrespetuoso, hable sobre su respeto a la lengua: “Joaquín Sabina ha dicho, “no me gustan que me hablen con faltas de ortografía, ¿quiénes hablan con faltas de ortografía?”. Sabina, sin tapujos, arremete en su respuesta a la inquisidora petición de Lucas contra los infieles de la lengua española que ocupan el plató destacando que “concretamente en el medio más importante que hay ahora mismo, que es la televisión, uno oye cada cosa, cada palabro, cada disparate… parece que si no se es analfabeto no se puede tener éxito en determinado programa…a mí me parece un insulto a la inteligencia”.

En la gráfica, pocos han sido como Santín, compañero de faenas en la época de oro de El Nuevo Día de Puerto Rico, tenía un ojo certero, un oído agudo, un olfato único, amén de una legión de fuentes inagotables para, desde su Trasfondo, con la misma destreza lingüística de Sabina, presentar manjares periodísticos en su columna cotidiana. A través de ella el lector lograba contextualizar lo que le significaría cada acierto o desacierto del gobernante de turno.

En las postrimerías de la era de Santín, el periodismo investigativo de Carl Bernstein y Bob Woodward—el binomio que destapó el escándalo de Watergate para The Washington Post que eventualmente le costó la presidencia a Richard Nixon—convirtió el periodismo en algo glamoroso. En esa época si querías viajar, entonces tenías que ser sobrecargo y, si querías ser famoso, entonces la ruta era a través de las escuelas de periodismo. Ese afán por ser famoso en vez de ser periodista malversó la profesión, degradó el periodismo y ha servido para desfigurar las comunicaciones. Dos experiencias en diferentes universidades sirven de testimonio de cómo hoy el periodismo en particular y las comunicaciones en general han sido degradadas por la farandulización de las disciplinas.

Primero, en una clase sobre la trayectoria histórica del periodismo norteamericano les hablé a los estudiantes de la importancia de Watergate. El auditorio de más de cien alumnos parecía que les estaba hablando en mandarín. ¿Watergate? Ninguno, sí, ninguno del centenar de comunicadores en ciernes que estaban inscritos en una clase sobre la historia reciente del periodismo norteamericano había oído hablar de Watergate. Insólito, ¿No?

Segundo, tras otra charla en otra universidad, esta vez sobre las comunicaciones y cómo adaptarse a los cambios tecnológicos, un estudiante se me acercó luego de que hablara sobre la importancia del contenido y el rigor que se requiere para escribir ese contenido de forma amena y relevante para la audiencia. Pensé que venía a preguntar algo más sobre la temática. Para mi sorpresa, venía a sentenciarme: “Interesante su charla pero como voy a ser cineasta no necesito saber escribir”. Aturdido por la atónita imbecilidad de este falso Trueba solo pude decirle, “Sin un guion, no hay largometraje ni cortometraje, o te vas a dedicar a producir un Cinéma vérité sin ton ni son”.

La reacción de estos estudiantes caracteriza la formación del periodista del siglo XXI mas aquéllos de otras épocas, como Juan Luis Cebrián, consejero delegado del El País, focaliza la atención en cómo el periodismo tradicional tampoco se ha sabido adaptar a los nuevos formatos que permite la Red. “Nadie ha logrado rentabilizar ni migrar exitosamente a las operaciones en la Red”, dijo Cebrián meses atrás ante la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, en la que también indicó que como consecuencia de ello, “el periodismo está muerto”.

Cebrián tiene algo de razón en sus planteamientos. El modelo cambió. Los ingresos de los medios gráficos se han caído porque ya no llegan a las masas que llegaban antes. Ni han sabido adaptarse a una nueva generación de ciudadanos que se informan a través de otros medios. Y, todo porque los medios tradicionales han dejado de ser relevantes, han dejado de tener buenos escritos y son, simplemente, aburridos. Un producto que se caracterice por la irrelevancia, pobreza y soporífica calidad de su contenido no va a ser de interés ni en papel, ni en formato digital. El periodismo no ha muerto. El problema del periodismo de hoy es que el monstruoso espécimen que han creado las universidades para mejorar la profesión, está cuán Frankenstein, en vía de matar a su creador.