RISSIG LICHA
Posted: 08 Apr 2014 05:34 AM PDT
SANTO DOMINGO—A diario los medios de comunicación notan lo que es noticia de acuerdo a su criterio editorial. El ofrecimiento informativo de éstos pretende dar un toque de atención a la sociedad sobre qué importa, por qué importa y a quién le debe importar. En realidad, su perspectiva surge de una mirada a la realidad a través del espejo retrovisor ya que, en mayor o menor grado, centra su atención exclusivamente en aquello que ya ha acontecido. Rara vez, salvo cuando nos hablan del tiempo, posan su ojo editorial en el futuro. Ni en cómo acontecimientos inconexos convergen para crear retos de trascendencia que, a primera luz, parecen ser novedades dispersas. En definitiva, la inmediatez y el apetito por el fruto bajo vedan el cultivo de lo más fundamental y, en más de un caso, sesgan su preferencia por lo trivial. Por ello, no sorprende el ninguneo noticioso y la ausencia de la discusión pública de un secreto a voces que debía de ser noticia de título de cabecera: la incapacidad de la economía digital de crear empleos suficientes para paliar la demanda ciudadana por un trabajo, provocando un problema estructural con grandes ramificaciones sociales que, a falta de mejor apelativo, habremos de bautizar como el gran paro digital.
Esa nota brilla por su ausencia, aun cuando hay evidencia de sobra de que es caldo de cultivo para el malestar social y el deterioro institucional que agobia a tantas sociedades. Mas no serán pocos los editores que habrán de enarbolar su bandera de protesta y tildar de calumniosa cualquier acusación en el sentido de que—ya sea por inatención, indolencia o ignorancia—ellos han ninguneado esa noticia. Algunos tratarán de argumentar que han editorializado sobre el tema y citarán como prueba que han publicado artículo tras artículo sobre la explosión poblacional, la interconectividad tecnológica, la crisis económica, los excesos empresariales, las demandas excesivas de sindicatos, las deficiencias educativas y la falta de visión y voluntad política que en su conjunto, innegablemente, han contribuido al paro que hoy afecta a casi todas las naciones del mundo. Ninguno, sin embargo, podrá mostrar evidencia de que han conectados esos hilos para tejer un paño que muestre en su correcta dimensión el eje central de la temática, es decir, la creciente evidencia de que la convergencia de todos estos acontecimientos ha dado pie a un desempleo de corte estructural para el cual todos los modelos económicos no parecen haberle encontrado salida.
Queda meridianamente claro que ese tema no ha sido objeto de una seria, transversal y profunda discusión en los medios. ¿Por qué éste ninguneo? ¿Acaso no preocupa que esa situación coyuntural sea detonante para la ingobernabilidad, incivilidad e intranquilidad planetaria que cada día nos recuerdan en las calles de nuestras ciudades, millones de desempleados, legiones de indignados y violentas turbas antisistema? La respuesta a todas estas preguntas es una: es más fácil ver, llegar y tocar las ramas del árbol que abrazar el tronco. Esa manifiesta holgazanería editorial es la responsable de la dieta informativa que hoy se edita y que ha impedido que los medios sean la plataforma que ayude tanto a los poderes fácticos como a todas las fuerzas vivas de la sociedad a contextualizar cuál es la amenaza que esta realidad representa para el futuro de nuestros pueblos. Por ello, los medios tienen culpa.
Culpar, sentenciar y condenar, exclusivamente, como suele ser la costumbre—tanto en democracias como en las autocracias—al periodismo que se practica por todos los males sociales y, en este caso en particular, por el continuo ninguneo de este asunto es, además de injusto, una mirada simplista a un problema complejo. Si bien, los medios han dejado de ser lo que en otra época eran, en esta ocasión el dedo acusador debe señalar también a la pléyade de sectores que, desde su particular perspectiva, tienen la responsabilidad de elevar su voz de alerta y, por diversas razones, han permanecido al margen de una discusión que nadie se anima a iniciar. Para ello solo hay que pasar revista de la conducta de esos otros sectores.
Si miramos hacia los académicos, marcamos su ausencia. Los políticos, ni hablar. Los empresarios, bien gracias. Los sindicatos, igual. Y, la juventud, enredada en la Red y pendiente del impacto que esperan obtener por la diseminación de su último “selfie”. Ni a uno, ni al otro y, en definitiva, a todos, parece preocuparle qué vamos a hacer cuando el endémico y arraigado paro llegue a alcanzar y sostener, ad infinitum, a un creciente número de parados que, en su suma, han de ser responsables por cifras superiores de desempleo a las que actualmente afectan nuestras economías. Poco parece preocuparles que ello condene a nuestras juventudes a un futuro carente de esperanzas y a la sociedad a solventar niveles de paro superiores al treinta por ciento o, quizás más, transfigurando el ámbito sociopolítico a uno que cada día ha de caracterizarse más por la barbarie, la anarquía y la violencia que, como hemos podido atestiguar, ya hoy aflora en muchos centros urbanos del mundo.
En el claustro, refugio tradicional de una academia más pendiente de su permanencia titular que del futuro de su lar patrio, no parecen asomar visionarios con capacidad de ver más allá del extramuros—esa frontera docente que divide la sociedad entre los ilustrados y los iletrados. En función de ello, ha dedicado su tiempo a otros temas. Basta solo con revisar la reciente zafra noticiosa para detectar cuál ha sido la agenda de discusión de los académicos. Producto de esa molienda intelectual queda claro que las prioridades del análisis de este sector han girado alrededor de un debate de larga data sobre cuál ha de ser el norte de una verdadera reforma de la educación o de cuál ha de ser papel que debe de jugar un programa de mejoras de las destrezas y conocimientos del profesorado o si es válida o no la gratuidad de la matrícula como política de Estado y, sobre todo, cuánto ha ganar el profesorado por su abnegada vocación a la enseñanza. Ausente de esa búsqueda está el tema ninguneado. Pero más insólito resulta que ni siquiera hayan abordado con algún grado de seriedad si cumplen o no con el compromiso social de desarrollar brazos diestros para las exigencias de una nueva economía. Mientras tanto, siguen tirando a la calle a millones de egresados con la esperanza de un empleo pero sin probabilidades de un puesto.
En la palestra pública, la realidad muestra poca variación. Los políticos se dedican a diario a disertar sobre el despegue de la macroeconomía, es decir, de los grandes saldos nacionales para subrayar la existencia de brotes verdes en la economía nacional. Pasan horas en ello porque es mejor para su agenda y, sobre todo, porque les permite dar rienda suelta a la diseminación de propaganda sectaria sobre un progreso que es tanto real como virtual. Real, porque la producción nacional en muchos países va mejorando. Virtual, porque el bienestar individual en esos mismos países se sigue deteriorando. Las cuentas de los grandes emprendimientos mejoran y las de los pequeños emprendedores no dan muestra de prosperidad. Y, es que la crema, lejos de bajar queda arriba, no llega al fondo y solo beneficia al de arriba. En consecuencia de ello, las diferencias de clase entre los que tienen y pueden y los que ni tienen ni pueden, siguen agrandándose. Y todo, porque en una sociedad cada día más automatizada y, en función de ello más excluyente, no solo se han acortados los tiempos de todo sino que también se le han ralentizado las oportunidades de empleo para todos menos las de un sector público en cual el clientelismo y el asistencialismo son la orden del día.
Mientras tanto, los modelos económicos—poco importan cuál sea su raíz ideológica o denominación de origen—pese a estímulos de todo tipo, estirpe y tendencia, no alcanzan a crear empleos en suficientes números para poder hacerle frente a la demanda ciudadana. La oferta sigue siendo pobre para una demanda que la supera. La prueba más fehaciente de que la incubadora tecnológica no produce tantos empleos, como era la norma en la época en que imperaba el laborío manual—una realidad presente tanto en el agro como en la industria como en la construcción de años idos que era capaz de sumar miles de plazas—solo hay que echar un vistazo a la recién concretada transacción mediante la cual Facebook compró el servicio de mensajería digital WhatsApp en una transacción ejecutada a cambio de diecinueve mil millones de dólares.
Esa transacción devela la triste realidad que todos no ven o no quieren ver y que tienen frente a sus narices: no son gigantes sino molinos. WhatsApp con un valor mayor que el producto bruto de más de cincuenta países del mundo y de muchos de los grandes emprendimientos empresariales solo daba empleo a cincuenta y cinco personas. No, no es una errata, solo empleaba a cincuenta y cinco personas que generaban ingresos estimados en mil millones de dólares. Advertencia más clara, ¡Imposible! Además, los prospectos a futuro no auguran grandes mejorías. Wal-Mart, el empleador más grande del planeta, da empleo a dos millones de personas en poco más de cuatro mil tiendas. Pero, en la medida en que aumenta el comercio digital, como está aumentando cada día más, ¿harán falta tantas tiendas y tantos empleados? ¡Claro que no!
El sector empresarial, fiel a su principal objetivo, sigue preocupado en cómo maximizar el rédito de sus operaciones. Abrazan, como bien debían hacerlo, la digitación como si fuera maná del cielo. Aumentan su productividad. Racionalizan su mano de obra. Y, si ello significa menos empleomanía, ¡Salud! Ni si quieran se dan cuenta y, si lo hacen poco les importa, que al así actuar pierden de perspectiva el hecho de que en consecuencia de ello, en el mejor de los escenarios, menos personas tienen menores ingresos y, en el escenario más extremo, menos personas están empleadas. Esa es una ecuación simple, tan simple que no hay que poseer el mismo coeficiente intelectual de Albert Einstein para darse cuenta que el saldo de ese ejercicio solo apunta a un resultado: a menor empleo, menos personas han de tener la capacidad y la posibilidad de poder comprar su producto o servicio, así afectando la facultad empresarial de continuar mejorando sus beneficios. Dicho de otra forma, cuando pierde uno el trabajo, pierden todos aún aquellos que miran al costado.
Curiosamente, el sector sindical, el que representa a los obreros, si bien se sienta en la mesa de negociación en una posición contraria a la empresarial, a la postre tiene una mirada del mundo desde una perspectiva muy similar a su contrario. Ni uno, ni el otro ha podido trascender la vieja óptica y el trasnochado enfoque tradicional de ésta para poder alcanzar otra perspectiva más a tono con los tiempos. Al igual que los empresarios su preocupación son los beneficios, en éste caso, aquellos adquiridos en la mesa de negociación. Poco les importa que fueron adquiridos en una época en que tenían algún valor y que hoy, son beneficios que han sido devaluados por el tiempo y, han servido para devaluar aún más hasta el mismo empleo que estaban llamados a beneficiar. Y si bien este sector ayer nunca entendió el significado del viejo refrán popular que disponía que, “Donde comen dos, comen tres si hay comida para cuatro,” hoy menos entiende que lo importante a futuro es proteger la capacidad de creación de empleos como bien plantea otro aforismo popular que sentencia que, “Abejas sin comida, colmenas perdidas”.
Para sorpresa, las nuevas generaciones de cibernautas, adscritas al catecismo digital de Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp, Telegram y múltiples otros medios de comunicación que le potencian como medios independientes, andan igual de enredadas por esta gran transformación digital. Navegan por la Red sin importarles la entrega de su privacidad. Más les interesa la cuota de notoriedad que pueden lograr al transmitir un “selfie” que saber cuándo fue que Cristóbal Colón llegó a playas americanas—algo que después de todo pueden obtener vía una simple búsqueda a través de Google. Estudian carreras universitarias más por el afán de lucro que por apetencia personal o vocación. Muchos sueñan con crear otro Facebook. Mas, al momento de no encontrar empleo en la nueva economía le echan la culpa al sistema y maldicen a los poderes fácticos. En eso tienen razón.
La culpa por este ninguneo sin precedentes es, sin ambivalencias, sistémica–de una Prensa que mira al costado, de un estamento académico que mira su ombligo, de una clase política que solo mira los votos, de un sector empresarial que mira su bolsillo y de unos sindicatos que solo le importa sus beneficios adquiridos. Mientras tanto, la automatización de la economía sigue in crescendo, desplazando trabajadores ante los ojos de una sociedad que lo único que sabe es vociferar que: ¡Esto tiene que cambiar! Y ninguno, se da cuenta o prefiere no darse cuenta de que para cambiarlo hay que sentarse a dialogar y pensar colectivamente cómo crear las condiciones para, apoyados en la digitalización de las economías, crear más y mejores empleos que sumen a un saldo positivo que logre romper el círculo vicioso de este desempleo estructural que amenaza nuestra calidad de vida. Ese trayecto, sin embargo, solo puede emprenderse si logamos, como sociedad, entender y asumir la responsabilidad que le corresponde a cada cual en reconocer que si seguimos ninguneando una realidad que es, en potencia, tóxica para nuestro futuro, vamos a terminar con el mundo tal y como lo conocemos. Por ello, es hora ya que los medios, tomen en serio una noticia tan trascendental como ciertamente lo es el gran paro digital.