Rissig Licha |
Posted: 23 Feb 2014 09:22 AM PST
MIAMI—La sociedad que pierde la capacidad y el espacio para que sus fuerzas vivas puedan sostener un diálogo franco, plural y honesto dentro de un marco de civilidad sobre los desafíos de la cotidianidad y las oportunidades de la posteridad, arriesga desatar una hostilidad fratricida que, como ha quedado comprobado por los sucesos de los últimos días en Venezuela suman, de facto, a un país a una guerra verbal caracterizada por la incivilidad. Esta situación instigada por la falta de tolerancia por la disidencia democrática y por la arenga de un discurso oficialista que lejos de bajar los decibeles del conflicto aviva la gritería de la confrontación, socava la legitimidad del poder y destruye la gobernabilidad, poniendo al relieve por qué, tanto las acciones como las oraciones tienen un gran impacto en el manejo de la coyuntura sociopolítica de un país. Hoy Venezuela está más dividida que nunca. Y, no se ve en el horizonte del Arauca vibrador una voz que logre unificar a la gran familia llanera pues tanto el discurso oficialista—insolente, doctrinario, descalificativo e hiriente—como el que emana de los labios de aquéllos que se apropian de la insurgencia callejera para legitimar su liderazgo opositor—de corte reiterativo, carente de opciones pragmáticas que no sean la de cambiar lo que hay por lo que vendrá dejando en el trayecto mucho por explicar del cómo y por qué y sin extender una mano a los que siempre fueron marginados por el Poder—no sirven para establecer las condiciones necesarias para un dialogo nacional que saque al país del marasmo institucional en el que se encuentra. Culpables de dónde está Venezuela hoy son todos, los de que gobernaron ayer y los que gobiernan hoy, tanto el oficialismo como la oposición. En toda sociedad, particularmente aquella que ha escogido un ordenamiento democrático, cuando no se cuidan las palabras y el discurso público es espontáneo, mal pensado o, peor aún, malsano se pone a riesgo la credibilidad y, como resultado, se pierde la efectividad de cualquier pronunciamiento o propuesta provenga éste de la insurgencia o del poder ambos de los cuáles, en el caso de Venezuela, están maleados por una sobredosis de prepotencia que, al final lo único que logra es sumirles en una impotencia para poder convocar, con algún grado de credibilidad y aceptación, a todos los bandos de un país dividido a un dialogo razonado con el objetivo de que en un clima de paz y racionalidad, juntos, busquen una salida al entuerto sociopolítico de un país desgarrado. Tras días de encarnadas protestas callejeras caracterizadas por arrestos, asesinatos, atropellos e insultos escuchar un llamado al dialogo de los mismos labios del que horas atrás no tuvo mejor verso que tildar a manso, cimarrón y hasta lejano observador, entre éstos a Rubén Blades, de fascistas es, en el mejor de los casos surreal y, en este caso en particular, una cruel farsa idiomática de un gobernante con poco piso electoral y menor destreza para articular un discurso público con un verbo pacificador. Si el verso de Maduro ha sido equivoco, más desatinada ha sido su lectura de la realidad de un pueblo rico en petróleo que hace cola en busca, no de las riquezas que le produce el oro negro de su patrimonio nacional, sino las racionadas entregas de artículos de primera necesidad que el país es incapaz de producir por el errático manejo de la economía atento a un modelo político económico que si bien ha dado algo a los que nunca tuvieron nada también ha servido para que se sirvan, tal como ocurría en la era “capitalista”, los bolsillos de algunos pocos. Flaco servicio a la oratoria nacional ha hecho también el coro de voces que emanan del liderazgo opositor comprometido por la memoria popular de la rampante corrupción y saqueo de lo público perpetrado por los partidos que gobernaron a Venezuela antes de la llegada del Comandante Hugo Chávez Frías al Palacio de Miraflores. Llamar a protestar en las calles es una válida forma de expresión en una democracia. Mas llamar a la protesta sin contar con una seria propuesta alternativa de cómo mejorar es simplemente entonar un “quítate tú pa´ ponerme yo” sin racionalizar por qué yo voy a ser mejor que tú, argumento que quizás, probablemente, sea lo único que puede servir de puente para que aquéllos que todavía respaldan al oficialismo puedan llegar a considerar de que ese cambio les puede beneficiar. En este clima en el que priman adversos versos y escasean o, simplemente, no se asoman palabras de conciliación poco abona el discurso público a la búsqueda de una solución y presagia dejar al país, tarde o temprano, sin alternativas situación que puede llegar a dar pie a la descalificación, tanto del oficialismo como de la oposición, para resolver el entuerto nacional. Ese es el peor de los escenarios pues lo peor que le puede pasar a Venezuela es que la única opción sea la anarquía y ésta llegue a apoderarse de sus instituciones sociales mas estamos cerca de ello gracias, en gran parte, por el incivil discurso de unos y otros por retener u obtener el poder a través de una incivil guerra llanera.
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